Cada configuración es menos dolorosa, como si la experiencia posterior fuese siempre menos intensa, desabrida, de un conocimiento rutinario. Primero, se apacigua la respiración, se contiene el aliento, y una pausa capciosa te sitúa en el nivel de amor correspondiente. Los sentidos recobran su autonomía y la función se lleva a cabo. Básicamente, las instrucciones se interiorizan la primera vez. Poco a poco la mente se otorga voluntad propia y actúa por propio incentivo. Sabe cuando es necesario un ajuste brusco o si la variación es imperceptible; se alerta si el incentivo es perturbador, aunque normalmente tiene todo bajo control.
El corazón se reprime frente a un sentimiento borroso, o a la famosa incertidumbre en el reflejo de una mirada, del peso irremediable de una pregunta sin respuesta, de la ilusión vana de una sonrisa ocasional. Pero luego la mente, como si esta presintiera un cambio, se ocupa del paliativo correspondiente en preparación hacia la concientización del corazón; el cual, someramente, se vuelve un órgano flexible y continúa el proceso con ligereza.
Cuando se hace tarde, mente y corazón descansan de lo perceptible, del resto no soy consciente.