Una vereda se ve acechada por la luz que capturamos en nuestras mentes frente a un cruce decisivo en nuestro trayecto. Es allí cuando cambiamos de dirección y nuestros vagones se distancian. Es justamente en ese momento cuando el semáforo permanece indefinidamente en ámbar y un torbellino devastador se apropia del tiempo, arrancando lo vivo de nuestros manos y retornándolo en verso.
Es ahí cuando nuestro tiempo reposa en el paseo de una flor.
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